Suena el despertador de mi reloj y, todavía dolorido por la extraña
postura en la que he pasado la noche, saco el brazo fuera del saco
para mirar la hora. Sí, son las 2:30 de la madrugada, para mi pesar,
y aquí comienza mi día más esperado en el Himalaya. Por fin vamos
a hacer alpinismo de verdad. La siguiente sensación que tengo es que
hace muchísimo frío. Todo dentro la tienda está congelado, menos
lo que hemos conservado dentro del saco.
Joao ya se ha despertado
y se mueve a una velocidad impensable para mí a estas horas y en
estas condiciones. Para cuando yo consigo ponerme una primera capa
térmica sin salir del saco, Joao ya esta fuera tomándose un té que
han traído un par de sherpas que nos cuidaran las tiendas mientras
realizamos nuestra ascensión, dado que en los campos base son
comunes los saqueos y más en éste, que es un campo base muy
comercial.
Ya vestido y con toda la
ropa que tenía, y es que el frió aprieta. Salgo de la tienda y se
abre ante mí un auténtico espectáculo que será difícil de
olvidar: la noche cerrada todavía muestra en todo su esplendor un
cielo estrellado diferente a cuantos he visto antes. Las noches
estrelladas de pirineos se quedan pequeñas en comparación a lo que
veo ante mí, mejor dicho, sobre mí. Pero una punzada en mi estómago
rompe esa maravilla.
Ahora son las 3:15 de la
mañana, llevamos un rato andando siguiendo nuestros frontales en una
dura pendiente pedregosa. Siento que mi estómago no está bien, y
menos para subir un pico de esta entidad. Apenas he tomado un té y
dos galletas, pero éstas se niegan a permanecer en mi estomago y
hacen que se retuerza con violencia. Intento abstraerme y centrarme
en vencer la subida lo mejor que puedo. Antes de darme cuenta,
estamos en el C.B. avanzado. Todavía de noche Pablo nos comunica que
no puede seguir, que se encuentra muy mal. Joao decide bajar con él
y nos explica la ruta, porque no sabe si le dará tiempo a
alcanzarnos. Todo parece torcerse.
Es extraño ver partir
hacia abajo en la oscuridad a los que yo consideraba los dos miembros
más fuertes de la expedición. Rubén, Alex y yo decidimos que hay
que seguir por lo menos hasta el glaciar y ver todo bajo los primeros
rayos de sol. No podemos dejar que la negrura de la noche nos coma,
nos engulla.
Ver salir el sol siempre
me ha causado cierta paz interior, supongo que como a la gran mayoría
de la gente; cierto es que esta vez lo estaba esperando con más
ganas que nunca. El sol suponía varias cosas: empezaríamos a ver
los paisajes de ensueño que nos rodeaban, haría más fácil nuestra
travesía por el glaciar y lo que más deseaba traería un poco de
calor a ese gélido mundo, donde todo estaba congelado. El frío era
lo que peor llevaba, dado que mi tripa había parecido darme tregua.
Hacia muchísimo frío, y ponerse los crampones estaba siendo una
auténtica proeza. Por fin equipados, cuando nos disponíamos a
cruzar un mar de oscuras grietas y seracs, apareció Joao, lo que
supuso un autentico empujón para todos. Ahora sí teníamos que
coronar la montaña, por nosotros y por Pablo que no había podido
venir.
El transcurso del
glaciar ha sido uno de los recuerdos que me llevé de Nepal. Qué
sensaciones cruzar esas grietas sin fondo. Ver ese caos de hielo con
esas enormes montañas detrás. Hacer eso que tantas veces había
visto en una pantalla y que siempre había deseado protagonizar.
Estaba haciendo alpinismo de verdad. Pero una visión me devolvió a
la realidad. Una pala de hielo de aspecto intimidatorio se alzaba
ante mí. La ruta la cruzaba recta y mis fuerzas flaquearon, no sabía
si podría afrontar ese reto. Si lo conseguí fue una cuestión de
orgullo más que de fortaleza, pero después de unas horas de
penurias y de discursos internos conseguí hacer cima, minutos
después que Alex. Estaba cerca del cielo, concretamente a 6.190
metros de altura, en una diminuta y aérea cima. Alex me dio un
abrazo y me chocó la mano. Yo estaba exhausto y además no era capaz
de asumir lo que había hecho; de echo mis recuerdos de esos momentos
no son de una felicidad exultante, sino más bien de un deseo de
bajar y descansar.
El descenso lo recuerdo
como algo fugaz, concentración y automatismo de lo que estaba
haciendo. Pese a que unos coreanos nos lo pusieron difícil
tirándonos hielo, piedras y un largo etc.
A la salida del glaciar
nos esperaba algo que no podría haber imaginado nunca y por lo que
el pueblo sherpa es mundialmente admirado. Uno de los sherpas que nos
había cuidado la tienda había subido hasta allí, unas 4 horas de
dura ascensión, solo para traernos té caliente y unas galletas.
Ésto sin duda ayudó a hacer nuestro descenso más fácil y a
conseguir que nuestro agotamiento no aflorara tan pronto.
Cuando llegamos al campo
base encontramos a Pablo, que estaba preocupado por nosotros y notros
por él, pero Joao nos dio las instrucciones a seguir: Comer algo,
beber, desmontar tiendas y rápido descenso a Chukung. Bueno, este
era el plan inicial, porque con 12 horas de ejercicio y más de 15 kg
de mochila a nuestras espaldas, no fue lo que se puede entender por
un descenso rápido. Digamos que yo nunca lo había pasado tan mal, y
creo que tardaré en volver a pasarlo así. Una auténtica tortura,
pero por fin me pude envolver en mi saco, empezar a pensar en lo que
había conseguido y en lo que me quedaba por conseguir. Nuestra
aventura en Nepal acababa de comenzar.
Lorenzo J. Martínez ascendiendo el glaciar del Island Peak. |