El estómago me da un vuelco, el
fuerte descenso del avión al salir del aeropuerto de Lukla hace que se te
ericen todos los pelos del cuerpo. Miro a través de la ventanilla y veo como
nos alejamos de ese infinito mar de cimas, algunas de ellas ocultas en las
nubes. Han pasado cinco días desde que ascendimos el Island Peak y todo parece
quedar tan lejano que los recuerdos se mezclan en la memoria. Nuestra renuncia
a la travesía circular al macizo del Ama Dablan perece que fue acertada, ya que
hemos recibido noticias de que en los siguientes días había nevado fuertemente
en altura; tanto que hubo aludes en varios campos bases de los grandes
ochomiles cercanos. Además Ulei Steck y
Simone Moro tuvieron un altercado con unos sherpas y ese incidente había
enrarecido el ambiente de todo el valle. Mientras recordaba todo ésto no era consciente
de que el corto viaje tocaba a su fin y ya estábamos descendiendo camino del
aeropuerto de Kathmandú, oculto bajo su perenne capa de polución. Las grandes
montañas con las que había soñado tantas veces y que conseguí tocar estas
semanas habían desaparecido.
El polvo en suspensión y el
sofocante calor nos esperaba en Kathmandú. A pesar de que esta ciudad es un
mundo diferente al occidente que conocemos, es todo un choque de civilización respecto
de donde venimos. Ahora, por nuestra renuncia a las altas cumbres, tenemos un
par de días para conocer esta increíble ciudad, apabullante en algunos
momentos, pero apasionante en otros.
El día transcurre tranquilo,
cenamos en el Everest Stick Hause y tomamos una copa con unas amigas polacas en
el Pub Tom and Jerry. De repente, mientras escuchamos música irlandesa en
directo en un bar irlandés en Katmandú (curiosidades de la vida), me doy cuenta
de que por primera vez tengo la sensación de estar de vacaciones. Descansando y
relajándome. Sin pensar en lo que tengo que hacer al día siguiente, ni que
tengo que filtrar agua, ni ver si se acercan nubes amenazantes por el fondo el
valle. Mis únicas preocupaciones en ese momento son terminarme la Guinness
antes de que se caliente e intentar entender el inglés del chiste que mi nueva
amiga me cuenta.
Amanece en Kathmandú. Siento el
cuerpo abotargado, no solo por la soportable resaca, sino por una noche apenas sin dormir, dado
que la humedad y el calor te hacen sudar a mares cada noche. Joao hoy nos
abandonará, ya que marcha a reconocer otros valles de Nepal, en pos de futuras
expediciones. A partir de mediodía andaremos solos por Katmandú, dedicando la
jornada a ver Boudhanath, una de las mayores estupas de todo Nepal. Es uno de esos
sitios que impresiona nada más verlo. Está encerrado en una plaza de casas, a
la que se accede por unos pasadizos. El tamaño de la estupa es lo que más
impacta, las líneas de banderolas de oración se proyectan hacia la cima de la estupa mecidas por el
viento, esparciendo sus oraciones por toda la ciudad. El sitio te acerca a la
cultura budista y, desde luego, no te deja indiferente. Pero sin duda lo mejor
llegaría a la tarde.
Aquel día comimos en un
restaurante nepalí para nepalíes, donde nada de la carta superaba el euro de
precio. Es una opción recomendable, pero arriesgada; sobre todo al comienzo de
tu viaje, dado que en estos sitios los virus intestinales campan a sus anchas. Indudablemente
es una manera perfecta de conocer la "picante" cocina local, por un
módico precio y alejado de los occidentalismos que hay en el barrio de Thamel.
Por la tarde, en vista de que la
visita a Boudhanath nos había sabido a poco, decidimos completar nuestra visión
del crisol de culturas de Kathmandú visitando el templo Pashupatinath, uno de
los más importantes templos hinduistas del mundo. Aquí viví uno de los momentos
más especiales de mi estancia en Nepal y que sin duda será difícil de olvidar.
Andando a solas, como siempre suelo hacer en este tipo de lugares, oí una
llamada desde dentro de unos de los templetes que salpican toda esta colina.
Dentro me esperaba un ambiente cargado. Tumbado en el suelo había un shadu. En
una mezcla de inglés y un idioma que no entendía me ofreció sentarme y fumar
un cigarro liado. El fuerte olor a algo
que se quemaba en un recipiente casi me hizo toser. Tras un rato en silencio me
dijo algo ininteligible y me empezó a poner una tilaka en la frente. Por lo que
leí mas tarde, ésto es un acto de bendición. No sé qué vería ese hombre en mí.
En resumidas cuentas, un día difícil de olvidar.
La mañana siguiente hicimos las maletas
y realizamos las últimas compras por Thamel para la familia. Comimos
tranquilamente en un restaurante y nos dirigimos hacia el aeropuerto. Tras casi
un mes esto llegaba a su fin. Por delante teníamos 18 horas de avión y escalas
hasta Madrid. Además de una vuelta en bus hasta mi punto de partida, Logroño.
Habían pasado 22 horas desde que
dejé Nepal, para pisar el autobús que me traería de vuelta. Ahora, a través de la ventanilla, veía la
pequeña ciudad de Logroño que se mostraba ante mí con las últimas luces del
día. Había vuelto a casa, pero una parte de mí siempre seguirá vagando por esas
montañas de hielo y roca, y sin duda volveré tarde o temprano a buscarla.
Shadus o santones hindus en Pashupatinath Galería a través de la ventanilla. |
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