Echo la vista atrás y todo parece lejano, pasado,
alejado... Pienso en nosotros cuatro arrastrando los pesados petates, en
Barajas primero y a lo largo de más de 8000km después, y me parece que fue hace
un siglo, que todo empieza a diluirse en las nebulosas del tiempo. Pero quizá
es algo que he buscado adrede. Decidí no escribir sobre mi aventura en el
Himalaya inmediatamente. Pensé que sería mejor dejar pasar unos meses, que la euforia
diera paso a un análisis más sosegado y, posiblemente, cercano a la realidad. Sirvan
estas líneas también como presentación de una serie de entradas que, a lo largo de las próximas semanas,
relatarán lo que fueron unos días inolvidables por muchísimas razones; no todas
buenas, no todas malas.
Demasiado ruido, demasiado
rápido, demasiado calor, demasiado...
Son
las 5:00 de la mañana, de un frío día de abril en Madrid. Este año la primavera
parece no querer despuntar. Estoy todavía atiborrado de la comida italiana de
hace unas horas. Quizá nuestro miedo a no comer ni mucho ni bien en las próximas
semanas nos hizo dar algún bocado de más. Álex no se encuentra en su cama, los
nervios le han hecho saltar de ella hace un buen rato. Fuera todo son prisas y estrés.
El pequeño salón de la casa de Pablo parece un almacén de material de montaña,
desayunos medio empezados o medio terminados, según se mire, gente (y eso que
solo somos cuatro) yendo y viniendo, y papeles importantísimos que no se pueden
perder, pese a que ahora están tirados por todos sitios.
Barajas
ya está despierto cuando llegamos. Bueno, creo que nunca duerme, y aunque
estamos en la T1, un buen número de personas ya deambula con maletas y carritos
de lado a lado. Felices, posamos en la foto con dos carros abarrotados de
petates y mochilas... ¿de mano?. No sabíamos lo que se nos venía encima:
-Ustedes no pueden volar vía india sin
visados.
-A ver, espere un segundo, en la embajada nos dijeron que
para tránsito aeroportuario no hacen
falta, y nosotros no vamos a salir del aeropuerto.
-Pero aquí no me figuran billetes de salida de Delhi y
sin ellos no pueden volar.
-Claro que no tenemos billetes, porque los tenemos que
imprimir allí, mire la reserva si
quiere.
-Pero con eso no pueden volar, solo es una reserva.
-Hombre, no me joda, y voy a pagar la reserva para luego
quedarme de trabajador ilegal en la India.
Usted déjeme subir al avión, y allí ya veré que hago.
-No pueden embarcar, les deportarían y a nosotros nos multarían.
Así que hagan el favor de
quitarse de la fila.
-¿Y qué coño hacemos ahora, señorita?.
-Ése no es mi problema, señor. Vayan a la ventanilla y allí
les ayudarán.
3
horas y 1285€ después...
Las
horas en el avión se hacen eternas. Suerte que las aerolíneas árabes no escatiman
en comodidades ni servicios. Te atiborran a comida y te idiotizan con los últimos
éxitos de Hollywood en pantalla individual. "Dios, cómo será la primera
clase", me dice Pablo, mientras brindamos con cava porque por fin estamos
volando, hacia Doha en lugar de Delhi, pero volando al fin y al cabo. El
aeropuerto de Doha lo definiría como mestizo. Todo en él se mezcla, desde Lamborghinis
aparcados en el duty free a nómadas bereberes con sus ropajes tradicionales
descansando en el suelo del aeropuerto, con un cayado y las sandalias al lado,
como si estuvieran en medio del desierto. Es curioso ver en la misma estantería
un Cartier y una manta de pelo de camello, supongo que estas cosas tiene la globalización.
Estamos
volando hacia Katmandú. Las horas de viaje, casi 20, me pasan factura y estoy
profundamente dormido cuando me despierta la azafata, ofreciéndome una especie
de burrito de pollo. Me lo como casi a la fuerza, pero después de que uno haya
volado tanto con Ryanair estas cosas no se dejan escapar. Medio adormecido todavía,
miro en mi pantalla el mapita que te dice cuanto te queda para tu destino, y
veo que el tiempo va en aumento según el GPS. ¿Qué demonios pasa?. Pues pasa
que nos dirigimos a Calcuta, vaya usted a saber porqué. El viaje todavía nos
deparaba una última sorpresa. Pasamos dos horas en el aeropuerto de Calcuta,
sin salir del avión, viendo unas bonitas palmeras por la ventanilla. Con todo esto
quiero decir que, con tres horas de retraso, por fin aterrizamos en Katmandú.
Desde
el avión parece una ciudad prieta, amontonada debajo de una densa nube de un
color marrón insalubre. Pero cuando consigues salir a sus calles, sorteando
antes a los numerosos "porters" que te asaltan a cada paso para
intentar llevar o llevarse tu equipaje, te das cuenta que a donde acabas de
llegar todo es diferente a un nivel que ni sospechas.
Estamos
dentro de una furgoneta destartalada, sin cinturones y que se bambolea incontroladamente
en los socavones que, a cada metro, salpican la calle de arena, por supuesto.
No sería tan terrible si alrededor nuestro no hubiera unas cuantas decenas de
coches, motos, tractores, bicis, peatones, vacas... El tráfico se escapa de la definición
de caótico, es algo sobrenatural; cientos de coches pitando, acelerando y
cargados hasta límites insospechados, peatones cruzando con la mano levantada
como única protección. Todo esto sin señales, sin semáforos, sin policía e, increíblemente,
sin accidentes.
La
llegada Katmandú es un shock para tus ya agotados sentidos, después de semejante
viaje. Todo en esta ciudad es agobiante, olores, colores, ruido, polución,
calor, gente y un largo etc. Pero a la
vez esta ciudad te atrapa. Todo es tan diferente, tan alejado de lo que
conocemos, que a cada paso miras curioso, como un niño, en todas direcciones,
esperando ver con qué te sorprendes ahora.
En
esta ciudad se produce un rencuentro esperado por todos. Joâo, nuestro más
ilustre integrante, que llega unas horas después de nosotros desde Lisboa, nos
espera en el hotel.
Tenemos
día y medio para organizar todo nuestro material, hacer unas últimas compras y
dirigirnos a lo que más deseamos, las
montañas, las más altas que veremos nunca, las más altas que existen. Pero
antes nos quedan 36 horas para tomarle el pulso a esta ciudad. Empezaremos por
el barrio del Tamel, que supuestamente es el barrio turístico y más
desarrollado de la ciudad, pese a que es una locura por completo. Pero cuando
al día siguiente visitamos otra parte de la ciudad, el Tamel nos parece un
oasis occidental en este mar de culturas. Esa tarde paseamos por Katmandú y
vemos la que será la primera de muchas estupas y giramos nuestros primeros
molinos de oración, temiendo hacerlo en la dirección equivocada. Probamos
nuestra habilidad para el regateo y alucinamos con la cantidad de cables que
pueden acumularse en un mismo poste de luz.
Solo
nos queda ya una cosa: prepararnos. Organizando al día siguiente los petates,
nos damos cuenta de la cantidad de material que llevamos y que habrá que
portear; y de la increíble cantidad de material que puede acumular un
ochomilista en su vida, incluso en un húmedo almacén de una ciudad a miles de
km de su casa. Joâo es un personaje en todos los sentidos. Es sencillo y
cercano, pese a haberlo logrado prácticamente todo en el alpinismo, además de
un bromista por naturaleza. Sin duda entre nosotros existe un profundo respeto
hacia él. Creo que a todos nos apasiona este viaje, pero hacerlo con él y aprender
de alguien así lo hace mucho más atractivo, si cabe.
Ahora toca descansar, mentalizarnos. Mañana nos
espera un peligroso vuelo hacia las montañas, hacia nuestros sueños.
Galería de Nepal I, Demasiado
Estupa en el centro de Katmandu. |
Galería de Nepal I, Demasiado
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